miércoles, 25 de junio de 2008

L o que nunca recibiremos de ellas



Un viejo chiste cuenta que Dios hizo la Tierra y descansó, luego produjo los mares y descansó, al día siguiente inventó los peces, las aves, las plantas y descansó, más tarde creó al hombre y descansó, pero después se le ocurrió confeccionar su última creación, la mujer, y a partir de allí no descansaron ni las plantas, ni la Tierra, ni el hombre, ni Dios.

Yo creo que quizás Dios sintió envidia de la tranquilidad de Adán y dijo: “ no es justo que este gil esté tan tranquilo”, frase que algún investigador del Código Da Vinci algún día descubrirá que fue trucada en la Biblia por “no es bueno que el hombre esté solo”. Acto seguido le puso delante a Eva, que no hizo otra cosa que proveerle grandes dosis de inquietud, varias tentaciones y de paso ocasionarle la expulsión del paraíso. Y así vimos que un cabello de Eva fue más fuerte que las advertencias del Gran Hacedor.

Desde entonces la anécdota no ha cambiado. Los hombres nos seguimos casando más de una vez, “rehaciendo” nuestras vidas con la loca idea de lograr paz y felicidad al lado de una mujer, justamente las únicas dos cosas que ellas no puede darnos, simplemente porque no las tienen para si mismas tampoco.

Las mujeres afirman que el mejor marido es aquel que hace que ellas no quieran buscar a otro nunca, pero más allá de ese discurso, tarde o temprano ellas sentirán que algo les falta, y esa falta se les hará insoportable. Lo femenino, encarnado en la mujer, es el paradigma de lo diverso, lo altero, lo héteros, que cuestiona el ordenamiento fálico del mundo. Las minas de hoy, a sabiendas o involuntariamente, se hace popó en algún momento de su vida en la corsetería cultural que le han impuesto, y cuando todo parece perfecto, cuando su tensión interna debería llegar a un equilibrio permanente, la tan nombrada homeostasis, aparece el incómodo deseo.

Ella imagina que su cuerpo existe sólo bajo la mirada de otro, y es protagonista exclusivamente si su imagen puede seducir a todos los hombres.

De allí, que lo femenino tanto como el deseo, emergen como “inquietantes”, aquello que pone en duda todo saber, toda certeza, toda garantía.

Y aparecen algunos interrogantes que ya el hombre no se anima a formularle, sabiendo que la mejor manera de que ella no mienta es no preguntarle nada. Lo perdurable, lo previsible, ya no pertenecen a lo femenino. Durante siglos y siglos ella ha sido maniatada por los varones para que pueda brindarle estas dos “p” aún a costa de su vida, si era necesario. Pero ahora la seguridad masculina se hunde irremediablemente como un Titanic sin timón.

Y Eva, cada día, pacientemente vuelve a lustrar la manzana para lograr ( incluso contra su voluntad y a costa de su propia angustia) interrumpir la siesta eterna del desorientado Adán, ese héroe de historietas que ya nadie lee, y que a veces se duerme con un ojo abierto, vigilando absurdamente que no ocurra lo inevitable