jueves, 20 de marzo de 2008

JUDAS

Después de arrojar al suelo con furia las treinta monedas manchadas con sangre, Judas echó a correr. Sin control, hacia ninguna parte. Hasta que llegó al punto marcado por su destino. ¿O no? Junto a un árbol había enrollada una soga. Ya no lo dudó. Cogió la cuerda y tras amarrarla a la rama más fuerte comenzó a enrollársela por el cuello.

Estaba desolado, furioso consigo mismo. Se odiaba. Pero haría lo que había que hacer: acabar con su nauseabunda vida. Sin embargo, cuando a punto estaba ya de colgarse, una dulce mano paró su impulso. Al darse la vuelta, vio el tierno rostro de María, la madre del Maestro.

“¿Qué vas a hacer, Judas?”, le espetó con ímpetu María. El discípulo de su hijo sólo acertó a decir, atropelladamente: “Madre... déjame... ¡lo he vendido!. A causa de mi traición, Jesús, tu hijo, nuestro Maestro... el más inocente de todos los hombres... va a morir”. La madre de Dios, suspirando para sus adentros, con el corazón traspasado por mil espadas, miró con dulzura a Judas y le abrazó fuertemente, apretándole contra su pecho. En ese instante infinito, mirando a los ojos de uno de los grandes amigos de su hijo, que a la postre sería su traidor, dijo: “Judas, aunque no lo sepas, has sido un instrumento necesario del Mal. Tu acto horrendo era necesario para que el Cristo cumpliera su misión: salvar de la Muerte a toda la Humanidad. Además, tú sólo has sido un traidor más. Ahora mismo, Pedro está negándole tres veces. Y el resto de tus compañeros han huido despavoridos. Los que quedamos junto a Él somos muy pocos. O mejor dicho, somos muy pocas”.

Judas, que aún no se atrevía a mirar a la cara a la madre del rabí, respondió: “Madre, pero yo he sido el que lo ha vendido. Mi pecado me perseguirá a lo largo de toda la eternidad. No hay perdón posible para mí”. Y así fue como la Virgen le dio el aliento definitivo: “Hijo mío, ¿aún no has comprendido quién es Jesús, con el que has compartido estos tres años? Él es Dios... el Dios del Amor y de la eterna Misericordia. Él te perdonará siempre. Sólo basta que tú así se lo pidas. Judas, ¿te arrepientes de tu pecado?”. En ese momento, rompiendo su alma entre sollozos, Judas se volvió abrazar a la Madre de Dios. Ésta, alegre, le anunció el triunfo del Cristo: “Estoy feliz por ti, Judas. Lo que ibas a hacer era lo que mi hijo jamás hubiera deseado. Ven conmigo y dentro de tres días Jesús mismo, resucitado para gloria de todos, será el que te abrace y te perdone por tu gran pecado”.

Así fue como Judas rompió con su historia, delimitada por el destino, y pudo sentir la gloria de la Misericordia y la Vida.

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